El restaurante limeño de los sabores olvidados

Con treinta años de historia, El señorío de Sulco es una de las mayores instituciones de la cocina peruana. Su artífice es Isabel Álvarez, una chef y socióloga que recogió la historia culinaria de los más disímiles rincones del país. Guillermo Tupper, desde Lima.

(Artículo publicado en el Cuerpo Vidactual de El Mercurio. Septiembre del 2016)

La infancia de Isabel Álvarez se desarrolló entre ollas y recetas. Su madre, Julia Novoa, era una cocinera migrante de Andahuaylas, una provincia ubicada al sur de Perú, y forjada en la tradición de los platos populares regionales. Julia enviudó joven y sus preparaciones se hicieron célebres en el barrio y alrededores. «Era una cocina sencilla y deliciosa, esa que se queda en la memoria de nuestras emociones más sentidas y a la que siempre quieres volver», recuerda Isabel. «Mis amigos del trabajo sabían que en mi casa se comía muy bien, llegaban a mi hogar y mi madre compartía cualquier preparado con gran esmero y cariño».

isabel1 A pesar de su estrecho vínculo emocional con la cocina, Álvarez se decidió por el mundo de la investigación. Tras estudiar Sociología en la Universidad Mayor de San Marcos, llegó a trabajar en el Cencira, una institución que promovía la reforma agraria con el financiamiento de la FAO. En ese proyecto, se formó como comunicadora, trabajó con medios audiovisuales y estableció su vínculo con el Perú más profundo. «Recorrí casi todo el país, aprendí a amarlo y a conmoverme», señala. «Dormí mirando el mar y también a 5 mil metros de altitud en Puno, donde probé la mejor sopa de mi vida, a base de charqui seco de alpaca».

Inspirada en sus viajes por el interior de Perú, Álvarez decidió aplicar todo su bagaje teórico para ir al rescate de la identidad culinaria regional. Y, en julio de 1986, en medio de una gran crisis económica que sufría el país, abrió El señorío de Sulco, un restaurante cuyo nombre hacía referencia a uno de los tres grandes señoríos del valle del Rímac en el siglo XVI. «Yo me moría de miedo, pero ese miedo era mi fuerza», admite. «Hacer cocina peruana era internarse a una aventura incierta. Me decían: ‘¿Estás loca? ¿Vendrá gente?’. En Perú la gente comía cocina local, la que siempre fue muy buena, pero en su casa. Cuando había un evento formal, se tenía que ofrecer cocina internacional como signo de estatus. Era esa negación que aún tenemos muchos latinos».

huatia-sulcana

En sus tres décadas de historia -con una primera sede en el cercado del distrito limeño de Santiago de Surco y, luego, una definitiva en pleno barrio Miraflores-, El señorío de Sulco se consolidó como uno de los bastiones de la cocina peruana. ¿Su sello? Recuperar la cocina tradicional, muchas veces olvidada y segregada de los mejores restaurantes, y ofrecerla tal como se preparaba en sus primeras y mejores versiones. Prueba de esto son especialidades como la huatia sulcana (foto superior), que data de la época prehispánica, y postres como el ranfañote y las ponderaciones, dulces emblemáticos que provienen del período de la Colonia. «Tu restaurante me evoca a la Lima de los sabores olvidados», fue el halago que, alguna vez, en los inicios de El señorío…, dedicó el poeta peruano Arturo Corcuera a su propietaria.

Tradición y modernidad

Tras sortear un difícil comienzo en los 80 – «era la época del terrorismo: volaban las torres, se iba la luz, no había agua», dice Isabel-, el restaurante se convirtió en una parada obligada para una larga lista de comensales ilustres, que van desde presidentes hasta la banda rockera R.E.M. Hoy su chef de cabecera es Flavio Solórzano, hijo de Isabel, quien ha innovado con delicias como el helado de coca. «Entre la tradición y la modernidad hay que transitar sin saltos, con mejoras, pero con memoria histórica», señala la investigadora. «La cocina del restaurante es de platos tradicionales, replanteados un poco con una cocina moderna, pero siempre con el ADN del gusto de los peruanos. Además, en base a nuestra gran biodiversidad, estamos creando nuevos platos con la quinua, por ejemplo» (en la foto superior, las hamburguesas de quinua).

En mayo de 2015, Álvarez lanzó el último de sus libros: «Las manos de mi madre«, donde explora el profundo vínculo afectivo con su progenitora y las enseñanzas que le inculcó en la cocina. Y, en noviembre pasado, una iniciativa liderada por ella, con el apoyo de la Universidad San Martín de Porres, obtuvo la declaratoria de Patrimonio Cultural de la Nación para las picanterías de seis departamentos del Perú, aquellos espacios iniciáticos de las cocinas regionales peruanas. «Si hoy existe una buena cocina moderna en el Perú, con cocineros jóvenes, es porque hay una memoria genética del gusto que empieza en esos espacios sencillos y en las manos y conocimientos de las mujeres», dice.

-¿Cuál es su opinión de los restaurantes peruanos que existen en Chile?

«Los restaurantes peruanos en Santiago, en su mayoría, ofrecen los mismos platos, desde un cebiche de pescado pasando por un lomo saltado, hasta un suspiro de limeña. No hay mayor esfuerzo ni imaginación por ofrecer y difundir otras propuestas de las cocinas regionales del Perú y que son muchas. Por ejemplo, se propone como un dulce limeño la crema volteada, que es una especie de flan, cuando este dulce de seguro que ningún limeño en su casa lo ofrecería a un visitante extranjero, como expresión de la dulcería limeña. Bien sabemos que Chile es uno de los países vecinos que más visita el Perú, y es frecuente escuchar el comentario de la diferencia de sabor que encuentran en el mismo plato que come en Lima con el que consumen en un restaurante peruano en Santiago.Creo que los restaurantes deben hacer un mayor esfuerzo por difundir la cocina peruana en sus mejores expresiones. Chile lo merece por la acogida generosa que ha sabido brindar a nuestra cocina».

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