Con poco más que un teléfono y un computador, un grupo de cronistas trabaja día a día para reconstruir biografías de famosos y revelar lo extraordinario en personas comunes y corrientes. Es la cultura de las notas necrológicas, una excusa para hablar de aquellas vidas que no apreciamos lo suficiente hasta que nos dejan. Guillermo Tupper.
(Artículo publicado en el Cuerpo Vidactual de El Mercurio. Febrero del 2018)
Al Howie era un excéntrico, incluso, en el poco convencional mundo de los ultramaratonistas. Sus distancias recorridas eran tan grandes que llegaban a ser cómicas: ganó carreras de seis días en California y de siete días en Nueva York y, en 1991, recorrió Canadá en dos extenuantes meses. Sin embargo, pasó la mayor parte de su carrera en la pobreza y el poco dinero que ganó provino de su trabajo como albañil y agricultor. «Fue un atleta raro que aparecía en los diarios de vez en cuando y, después, desapareció del ojo público», cuenta Tom Hawthorn, periodista freelance . «Lo entrevisté por teléfono pocos años antes de que muriera. Cuando escribí su obituario, quise capturar el espíritu del hombre, para que mis compatriotas supieran quién fue».
La última vez que Andrew Meacham vio a Stewart Fletcher, su mejor amigo de la infancia, fue en 1999. Víctima de una esquizofrenia paranoide, Fletcher -quien alguna vez fuese un estudiante brillante y lector empedernido- estaba sin hogar y a punto de abandonar su estancia en un motel. Un mes después, su rastro se perdió definitivamente y, 13 años más tarde, Meacham inició una infructuosa cruzada para encontrarlo, la que quedó plasmada en un texto en el diario «Tampa Bay Times«. «La historia era importante para el público porque muchos que conocen a alguien que pierde el juicio, a menudo, es porque tiene una enfermedad mental», dice.
En «Chicago Sun Times«, Neil Steinberg escribió sobre el residente más antiguo del zoológico de Brookfield: Cookie, una cacatúa macho que dejó este mundo a los 83 años. Con varias enfermedades a cuestas -osteoartritis, osteoporosis, cataratas-, Cookie tenía un carácter indomable que lo hacía morder a todos los que no le agradaban y, probablemente, los efectos de un corazón roto: en los años 50, cuando le presentaron a una cacatúa hembra, ella no fue amable con él y Cookie no quiso saber más de ella. «Desde que supe que el pájaro sufría por las indignidades de la edad, resultaba obvio retratarlo como un viejo cascarrabias», dice el periodista. «Además, había sido famoso en su juventud, con apariciones en la televisión, y eso también era un aspecto conmovedor».
Los premios macabros
En octubre pasado, Meacham, Hawthorn y Steinberg ganaron tres categorías en la quinta conferencia de la Sociedad de Escritores Profesionales de Obituarios (SPOW), que condecoró a las mejores historias de los últimos años. Celebrada en Evanston, un suburbio al norte de Chicago, los mismos asistentes la bautizaron como los «Grimmies«, un juego de palabras entre grim («macabro») y los premios Grammy. Aquí, redactores de Estados Unidos, Canadá y Australia intercambian consejos sobre sus técnicas de entrevista y escritura, hacen chistes sobre su profesión y degustan pasteles. «No tenemos una alfombra roja y nadie alquila un esmoquin. Pero es un honor ser reconocido por colegas que realmente conocen los pormenores del trabajo que uno hace», dice Linnea Crowther, cronista del sitio Legacy.com y también premiada en el evento.
Por muchos años, la escritura de obituarios fue considerada como un trabajo sin salida. En los viejos tiempos, se destinaba a reporteros jóvenes que empezaban o a viejos cronistas que ya no estaban dispuestos a perseguir noticias en la calle. Este panorama cambió en los últimos 20 años, cuando periódicos británicos como The Daily Telegraph y The Independent empezaron a publicar vívidos, veraces y entretenidos obituarios, y otros siguieron el ejemplo. «Hoy, los mejores textos impresos pueden ser hallados en la página de obituarios», dice Hawthorn. «Escribir uno es un poco como resolver un misterio. La única persona que puede responder todas las preguntas ya no está con nosotros».
A menudo, los miembros de esta sección suelen esconder sus nombres bajo seudónimos como «Doctor Muerte«, «El Ángel de la Muerte» o «La Decana de la Muerte«. En Haines, un remoto poblado de 2.400 habitantes de Alaska, Heather Lende (foto superior) es conocida como «Black Mariah«, un apodo inspirado en los antiguos carruajes fúnebres. Lejos de tener una apariencia tenebrosa, Lende es lo más parecido a una modelo de ropa outdoor , con el agregado de que escribió cerca de 500 obituarios en el periódico Chilkat Valley News sobre personas que viven y mueren en su localidad. Para saber más de sus vidas, se reúne personalmente con los familiares y cercanos. «Es educado y más fácil para ellos que hablar por teléfono. Y es mi manera de ayudar también», dice.
A diferencia de Lende, la gran mayoría de sus colegas no conocen a los sujetos que reseñan. Cuando entrevistan a su círculo más íntimo lo hacen por teléfono y sin moverse de su escritorio. Su identidad solo se revela en los créditos de sus notas, aunque hay medios, como el británico The Times, que no incluyen sus firmas. «En un ambiente social, nunca sabes si las personas van a entender nuestro trabajo, porque tal vez tienen la impresión equivocada de que tú laboras en una morgue y tienes partes del cuerpo sobre tu mesa», dice Adam Bernstein, editor y también escritor de la sección de obituarios de The Washington Post. «Pero la mayoría entiende que la muerte es la excusa para hablar de la vida, que ‘murió’ es apenas una palabra en una larga y fascinante historia».
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
En Gran Bretaña, cuatro diarios (The Daily Telegraph, The Guardian, The Independent y The Times) compiten entre sí con una sección de obituarios sobre personas famosas y no-famosas. Cada uno tiene un equipo exclusivo de periodistas y, en el caso del Telegraph, cuentan con un ejército de expertos en militares, empresarios, artistas de circo o músicos de jazz. Sus historias pueden tener mucho de humor negro, como el obituario de Simon Raven, un novelista inglés con fama de alcohólico: «Su esposa le envió un telegrama diciendo: ‘Esposa y bebé mueren de hambre. Envía dinero pronto’. Raven respondió: ‘Disculpa, no hay dinero. Te sugiero comer al bebé'».
En Estados Unidos, los grandes referentes son The New York Times y The Washington Post. En este último, los obituarios de «segundo orden» suelen atesorar las historias de vida más coloridas. Como la de Edward von Kloberg III, un lobista de Washington que pasó su carrera representando a déspotas y dictadores y que proclamó que «la vergüenza es para los maricas». O Liz Renay, quien fue compañera de un gánster, exconvicta, autora, pintora, stripper , corredora desnuda en el Hollywood Boulevard, actriz e instructora en una escuela del encanto.
Cuando abordan personajes complejos, los obituaristas suelen emplear un código especial para no herir susceptibilidades. En The Daily Telegraph, Hugh Massingberd fue uno de los maestros del eufemismo. En sus textos, «dar coloridos recuentos de sus hazañas» quería decir mentiroso; «sin entusiasmo perceptible por los derechos civiles», nazi; «negociador poderoso», matón; «narrador incansable», latero somnífero; «afable y hospitalario a toda hora», alcohólico crónico; «él era unido a sus creencias y, a veces, las instaba con mucha fuerza», fanático religioso; «amante de la diversión y coqueto», ninfomaníaco, y «un mujeriego inflexible», desvergonzado y violador.
También hay obituarios que generan anticuerpos. En el de Osama Bin Laden, Ann Wroe (The Economist, foto superior) rescató el aspecto más humano del fundador de Al Qaeda, como su adoración por los girasoles y el yogurt con miel, y su costumbre de llevar a sus hijos a la playa y dejarlos dormir bajo las estrellas. «Mi enfoque es siempre el mismo: meterme en la cabeza de los personajes y contar su historia desde su punto de vista. Por eso el de Bin Laden fue tan controversial, porque no me fui solamente en contra de él», dice. «Nuestros lectores se vieron ofendidos, en parte porque, en Estados Unidos, un obituario todavía es visto como el sello de honor de una vida digna y los malos no lo merecen. Para mí, sus vidas son igual de interesantes, ¡y a menudo más!».
La era dorada
En los medios de habla hispana, los diarios que tienen departamentos destinados a notas necrológicas no son tan comunes. En España, por ejemplo, diarios como «El País» y «El Mundo» tienen secciones de obituarios, pero su redacción está a cargo de los expertos del área en la que se desarrolló el fallecido. «No todos publican diariamente y la periodicidad varía», dice Alejandro de la Fuente, periodista e historiador. «Son piezas breves, por lo general, de carácter opinativo y que apelan a argumentos relacionados con la razón. Por ejemplo, en el caso de un futbolista famoso, se utilizan datos relativos a su palmarés».
Con el auge de internet, el obituario vive su era dorada. En el 2016, el documental «Obit«, de Vanessa Gould, mostró el desafío y el estrés que enfrentan los periodistas del The New York Times para armar biografías contrarreloj, de figuras como Michael Jackson y David Foster Wallace. «Los obituarios son muy populares en la red, especialmente aquellos de grandes figuras públicas y celebridades», dice Bernstein. «Estos, fácilmente, tienen miles, sino cientos de miles de clics y es esencial que estemos listos para abordarlos. Esa es la parte más difícil del trabajo, porque no podemos tener obituarios avanzados para cada persona importante. Ahora mismo, en The Post tenemos cerca de 600, pero me gustaría tener 10 veces más para dormir tranquilamente por la noche».
Para Heather Lende, un buen obituario es aquel capaz de dejar al lector con un corazón más suave o con una inspiración del estilo: «Debería ser más amable con mi padre» o «qué vida, necesito aprender a tocar el piano». «Como solo son unos pocos cientos de palabras, pueden ofrecer una lección rápida de lo que significa ser humano, con todas sus ventajas y desventajas», dice. «También hay algo universal al leer uno, que trae recuerdos de personas que el lector ha amado y perdido. Nos recuerdan que todos somos mortales y nos hace preguntarnos qué haremos con el tiempo que nos queda. Y pensar: ‘¿Qué es lo que dirá el mío?'».