El 26 de abril de 1986, un fallido experimento en el cuarto reactor de la central nuclear de Chernóbil (Ucrania) provocó el peor desastre atómico de la historia. Al cumplirse treinta años de la tragedia, tres sobrevivientes rememoran el impacto que tuvo el episodio en sus vidas: una científica que trabajó como liquidadora en la zona afectada, la hija de un operador de la planta y un bielorruso que fue parte del primer vuelo que evacuó a 250 niños de la región. Guillermo Tupper.
(Artículo publicado en el Cuerpo Vidactual de El Mercurio. Abril del 2016)
Natalia Manzurova (65, científica): “El estado nos botó a la basura”
“A Chernóbil llegué en 1987 y trabajé allí durante cuatro años y medio. Yo estaba a cargo de un departamento que debía hacer una desactivación en una zona de treinta kilómetros. Nuestra misión era tomar muestras de suelo, agua, aire y plantas e identificar sus niveles de contaminación nuclear. Luego lideré otro departamento donde enterrábamos los objetos contaminados dejados por sus habitantes. Nuestro equipo estaba integrado por once personas que visitaban la zona por períodos. De ese grupo, siete personas ya han muerto. También era parte de otro grupo de once científicos, de los cuales soy la única sobreviviente. La mayoría de ellos falleció a causa del cáncer y otras enfermedades causadas por la radiación.
Cuando finalizamos nuestro primer trabajo, nos dimos cuenta que existía una contaminación enorme no solo en un radio de treinta kilómetros, sino que también fuera de esos límites. Previo a su evacuación, las mujeres embarazadas que vivían en Pripyat y los poblados cercanos empezaron a sentirse muy mal y el estado las forzó a que se practicaran una cesárea o aborto. Un día, nuestro grupo visitó la clínica de maternidad y descubrimos una caja metálica, las que habitualmente se usaban en Rusia para transportar leche. Cuando la abrimos, descubrimos fetos muertos de, aproximadamente, ocho y nueve meses. Los fetos estaban casi momificados, debido a la radiación.
En el lugar, también había unos platos metálicos, un instrumento típico que usaban los doctores, y había tres o cuatro fetos pequeños en cada uno de ellos. Los doctores los habían abandonado antes de terminar su procedimiento. Después, los lugareños nos contaban que la orden de evacuar la ciudad fue tan inmediata, que ellos no tuvieron tiempo de ponerlos en un recipiente especial. Existía pánico de que nacieran niños con defectos de nacimiento.
Las medidas tomadas por las autoridades fueron inadecuadas. Primero, el accidente se mantuvo en estricto secreto, al igual que las consecuencias que tenía para la salud de las personas. Y, una vez que la información fue abierta, la gente no fue eficientemente protegida. Chernóbil no fue el primer accidente nuclear en la Unión Soviética. El primero ocurrió en Mayak, en septiembre de 1957, se mantuvo en secreto y hoy es conocido como el ‘desastre de Kyshtym’. Mis padres, quienes también eran científicos, trabajaron como liquidadores en ese accidente. Sin embargo, ninguna autoridad fue capaz de aprender la lección y repitieron el mismo error.
En 1994 me empecé a sentir enferma, recibí el certificado de invalidez y fui notificada oficialmente de que mi enfermedad se conectaba con el impacto de la radiación. Me diagnosticaron cáncer de tiroides y tuve que ser operada. En los años de la Unión Soviética yo era una patriota real y estaba absolutamente segura de que el estado nos iba a defender después del tremendo trabajo que hicimos en la zona. Pero nos botó a la basura, sin compensar los daños a nuestra salud. Si hoy supiera eso, definitivamente no hubiese ido a Chernóbil.
En los últimos veinte años, mi vida ha sido como atravesar una post-guerra. Tengo una mala salud y he pasado muchas veces en hospitales. Después de todos mis sufrimientos, he decidido crear una organización para defender los derechos de las personas que fueron liquidadoras.
¿Por qué siguen ocurriendo desastres como el de Fukushima? Porque hay un lobby nuclear muy fuerte que impide el desarrollo de fuentes de energía alternativas. Tomar la decisión de detener la industria nuclear es una decisión muy dura y compleja desde el punto de vista político. Los objetos nucleares son muy caros y necesitas invertir mucho dinero para desactivarlos, almacenarlos y destruirlos. Pero, si quieres optar por energía limpia, es un imperativo hacerlo”.
Alina Rudya (31, fotógrafa): «Los doctores no sabían qué hacer con nosotros»
“El 26 de abril de 1986 tenía 15 meses de vida y con mi familia vivíamos en Pripyat, la ciudad donde estaba ubicada la central nuclear. Era un pueblo pequeño, pero lleno de gente brillante venida de todos los rincones de la Unión Soviética. Mi padre era un operador de planta y, en el momento de la explosión, estaba trabajando el segundo reactor de Chernóbil.
Ninguno de los operadores podía abandonar sus puestos de trabajo. A pesar de lo que había ocurrido, ellos debían seguir laborando. Cuando salió de su turno, a la mañana siguiente, mi padre recordaba que sus colegas del cuarto reactor estaban sentados en el vestuario, rojos y casi calcinados. La mayoría de ellos ya estaban físicamente enfermos, vomitando y desmayándose. Casi todos murieron a causa del síndrome de irradiación aguda.
Mi madre estaba durmiendo en casa y no sabía lo que había ocurrido. No teníamos teléfono en casa e, incluso si lo hubiésemos tenido, la conexión telefónica fue cortada después de la explosión. Las autoridades no querían que se propagara el pánico y tampoco sabían qué hacer. Mi padre, por supuesto, sabía exactamente lo que había ocurrido. Cuando llegó a casa, a la mañana siguiente, cerró todas las ventanas y puertas y nos dio yoduro de potasio para proteger la tiroides. Mi glándula todavía está engrandecida pero creo que, debido a esas tempranas medidas, evitamos el cáncer de tiroides.
Como todo el mundo, fuimos evacuados 36 horas después del accidente. Mi padre nos llevó hasta Kiev y después retornó a la estación. Mi madre y yo fuimos a Kharkiw (Ucrania) durante las primera semanas (ahí vivían los padres de ella) donde nos quedamos en un hospital. Mi madre me cuenta que los doctores estaban asustados y no sabían qué hacer con nosotros. Ellos me cortaron el pelo y quemaron todas nuestras ropas.
El desastre cambió la vida de mis padres y sus expectativas. No tuvieron más hijos, ya que estaban preocupados de los problemas de salud de un potencial bebé. Mi padre dedicó el resto de su vida a Chernóbil: primero trabajó en el Ministerio del Medioambiente de Ucrania y después fundó Centro Internacional Chernóbil para la protección de los efectos de la radiación ionizante. Hizo un montón de investigaciones con científicos de Japón, Estados Unidos, Alemania y Francia y volvió muchas veces al reactor. Murió hace diez años: los huesos de su columna vertebral colapsaron debido a la acumulación constante de cesio radiactivo en sus huesos.
Mi padre también era un fotógrafo amateur y teníamos muchas cámaras en la casa. Yo empecé a tomar fotos a los 14 años y luego estudié fotografía en Berlín y Nueva York. El 2011 volví a Pripyat y visité nuestra casa abandonada. Descubrí una foto mía y de mi mamá, que mi padre había enmarcado y puesto en la pared durante una de sus visitas posteriores. La foto se cayó justo en el momento en que entré, lo que fue un momento muy emotivo porque me di cuenta cuánto lo extraño a él y también lo romántico que era.
En mis fotos quise alejarme del retrato habitual de Pripyat. No quería mostrar el abandono y la ausencia de personas. La mayoría de los turistas se concentran en el desastre y no en aquellos que siguen vivos y llevan una aparente vida normal en el lugar. Quería despertar emociones entre las personas evacuadas, llevándolos de regreso a sus hogares, lugares de trabajo o colegios. A menudo pienso en qué hubiese ocurrido si todavía viviera allí. Mi padre estaría vivo, yo sería una chica de pueblo… no lo sé”.
Simon Swerdlow (38, empresario): “En la URSS, los soldados de primer año eran conocidos por ser esclavos”
«Mi familia vivía en Mozyr, una ciudad de Bielorrusia ubicada a orillas del río Pripyat. El día del desastre yo tenía 9 años y estaba jugando afuera con mis amigos. Volví a casa por la noche y en las noticias mostraban una zona que quedaba muy cerca de nuestra casa. La Unión Soviética tenía 300 millones de habitantes, era una sexta parte del mundo, y yo estaba emocionado de ver a mi barrio en la televisión.
El 1 de mayo era el día de los trabajadores socialistas, una fecha muy celebrada en la Unión Soviética. Pero, ese año, apenas cinco días después de Chernóbil, fue menos gente al desfile. Recuerdo haber oído por casualidad a mis padres susurrar en la cocina de que algo serio había pasado.
Mi cumpleaños es el 20 de mayo. Como era el fin del año escolar y ya había llegado la primavera, usualmente hacíamos una gran fiesta con mis amigos. Ese año solo apareció uno de mi pandilla de siete u ocho. El resto había abandonado la zona. Mi mamá me dijo: ‘los doctores tomaron a sus hijos y dejaron la ciudad’. La radiación no emite olores, no tiene sabor y, a simple vista, todo sigue igual que siempre. Pero aquellos que lograron entender sus consecuencias, básicamente, se fueron.
Mi padre era un oficial militar, lo llamaban todo el tiempo a la base y tenía prohibición de comunicarse con la familia. Un mes después me enviaron al norte de Bielorrusia donde la radiación era significativamente menor que en nuestra región. Al año siguiente, algunos compañeros nunca regresaron y mis amigos se empezaron a enfermar. Yo iba y venía de un lugar a otro y mis padres me compraban yodo y comida saludable traída de otras ciudades. Gracias a eso, mi salud nunca se vio afectada.
En la Unión Soviética, los soldados de la Guardia Nacional eran conocidos por ser básicamente esclavos, especialmente, aquellos que iban en su primer año. Tenían que hacer todo lo que ordenaran sus superiores y muchos de ellos fueron enviados a Chernóbil. A un cadete de 18 años le dijeron: ‘si pones la bandera soviética en el punto más alto del reactor, puedes irte a casa de inmediato’. Él tomó la bandera, la puso en la cima y no alcanzó a llegar a casa. Murió en el camino debido a lo contaminado que estaba su cuerpo.
Cuatro años después, fui parte del primer vuelo que evacuó a 250 niños de Chernóbil y sus zonas cercanas. Era la primera vez que me subía a un avión en mi vida y estaba súper excitado. Tenía 13 años y veía a adultos y niños morir a diario. Y, de repente, abandonaba la Unión Soviética y era libre (risas). Mis padres me decían: ‘si te quedas aquí, es cuestión de tiempo para que te enfermes. Aunque no sabemos dónde irás, en ese lugar habrá comida, suelo y aire limpio’. Mi destino fue Israel y, en medio del vuelo, tuvimos que desviarnos a Londres porque ese mismo día estalló la Guerra del Golfo. Una vez radicados en Israel veíamos los misiles que lanzaba Saddam Hussein. Era como una película, donde estabas en medio de toda la acción.
Ocho años después me establecí en Estados Unidos y, el 2002, mis padres pudieron viajar allá también. Después de ver tanta amargura, niños enfermos y funerales, quería involucrarme en algo que pudiese llevar más sonrisas y felicidad al mundo. Por diez años trabajé en la industria de los chocolates y ahora estoy a punto de lanzar ‘Weco.online’, una plataforma colaborativa donde cada persona que tenga una idea relacionada con energías renovables o comida saludable pueda formar su propio equipo y tener un plan de acción. No importa lo que hayas tenido que pasar en tu infancia. Si eres capaz de transformar esa rabia y desesperanza en algo positivo, puedes retomar la vida”.