Detroit, la ciudad que alguna vez fue cuna de la industria automotriz y una de las más prósperas de Estados Unidos, se declaró en quiebra. Pero, de forma paralela a su auge y posterior declive, su historia dio origen a una banda sonora inigualable. Desde los legendarios artistas de la Motown al padrino del punk, Iggy Pop, este es un repaso por los hitos musicales de la Ciudad Motor.
(Artículo publicado en el cuerpo Vidactual de El Mercurio. Julio del 2013)
Ubicado en el corazón de la Segunda Avenida, el antiguo edificio de los estudios United Sound Systems es un arquetipo de la vivienda del Detroit industrial: una pequeña construcción de ladrillos y chimeneas que, desde hace algunas semanas, amenaza con ser demolida por la futura ampliación de una autopista estatal. Hasta ahí nada raro, si no fuera porque, en su interior, nombres como Aretha Franklin, Marvin Gaye y MC5 grabaron varios de sus mejores discos. Con la excepción de un cartel de color azul que se conserva en la entrada, ningún transeúnte promedio podría sospechar que en esta casa se gestó buena parte del legado musical de la ciudad.
La noticia es apenas una anécdota en medio del derrumbe de una ciudad que vive sus peores días. Tras décadas en caída libre, Detroit –la misma ciudad que, a mediados del siglo XX, era la cuarta metrópoli de Estados Unidos– se declaró en bancarrota. Los números son escalofriantes: desde la década del’60 hasta hoy, perdió al 60% de su población, tiene tasas de desempleo que doblan la media nacional y cerca de 80 mil de sus viviendas están abandonadas o seriamente dañadas. Curiosamente, lo único que ganó plusvalía con el tiempo fue su patrimonio musical. Edificios como el de United Sound Systems son reliquias anónimas de una historia que creció y se desarrolló a la par de la hecatombe fiscal y los cambios demográficos que experimentaba la ciudad. Una tradición que, por más de cinco generaciones, fue el caldo de cultivo para bandas, solistas y productores que definieron géneros tan distintos como el soul, el rock de garage o la electrónica.
“Detroit se transformó en el cielo, pero también en el infierno”, reza una famosa cita de Marvin Gaye, un hijo de un predicador pentecostal que pasó de cantar en los coros de las iglesias a convertirse en el soulman más elegante y adelantado de la antigua “París del Oeste”. Quizás eso explique el carácter de una tradición que, desde sus inicios, fue revolucionaria. Al igual que su historia.
El sonido de la joven América
Hubo un tiempo en que Detroit era la ciudad donde se construía el sueño americano. Fue a comienzos de los años’20, cuando cuatro de cada cinco autos en el mundo se fabricaban en Estados Unidos y firmas como Ford, Chrysler y General Motors tenían sus grandes fábricas en la ciudad. Miles de afroamericanos abandonaban los estados del sur, tomaban la Highway 61 -la misma carretera que, años después, Bob Dylan inmortalizaría en una de sus canciones- y llegaban a las automotoras de Detroit en búsqueda de empleo y un sueldo digno. Uno de ellos fue John Lee Hooker, un empleado de la fábrica de Ford que, con su fraseo inconfundible, redefinió los parámetros tradicionales del blues.
“La música nunca hubiese llegado sin los autos y la industria nunca habría existido de no ser por la mano de obra barata de la gente del sur”, dice Julian Temple, director del documental “Requiem for Detroit” (2010), en una reciente entrevista a la BBC. Y es que la migración afroamericana también vino acompañada de sus tradiciones, donde la música jugaba un rol muy importante.
Si Hooker encendió la mecha, un mecánico de coches y boxeador profesional fue el llamado a cambiar la industria musical para siempre. Amante de los coros gospel en las iglesias, Berry Gordy Jr. tenía una idea fija en la cabeza: ser el primer productor afroamericano dueño de su propio sello discográfico. “A los diez años escuché por la radio cuando Joe Louis ganó el título mundial de boxeo. Él era negro y era un héroe. Vi a mis padres llorando de felicidad y a un montón de gente celebrando en las calles. Ahí supe que mi sueño era hacer algo capaz de movilizar y hacer felices a miles de personas”, contaba en el homenaje que se le hizo hace dos años en la Casablanca por los cincuenta años del sello Motown.
En aquel tiempo, la inmensa mayoría de las discográficas estaban en poder de ejecutivos blancos que dominaban sin contrapeso la industria. Gordy Jr. tomó un préstamo de 800 dólares de su familia y empezó a grabar música desde su apartamento. Consciente de que su talento como intérprete no era suficiente, empezó a rastrear con oído clínico a todos los talentos que pululaban por las calles del West Grand Boulevard. Entre ellos, Diana Ross y las Supremes, The Temptations, Gladys Knight and the Pips. Smokey Robinson & The Miracles y un niño de once años que prometía: Stevie Wonder. Todos fueron parte de la dorada dinastía Motown (abreviatura de “motor town”, el nickname que recibía Detroit), la principal fábrica de hits de Estados Unidos por casi dos décadas.
Mucho más que una banda sonora, Motown fue un latido revolucionario dentro de la convulsionada época que vivía Estados Unidos por aquel entonces: eran los años de marchas multitudinarias a favor de los derechos civiles y una enorme segregación racial en los barrios. En muchos lugares donde la gente de color no podía entrar, la música de Motown sí lo hizo. La primera aparición de las Supremes en el show de Ed Sullivan en 1964 tuvo un efecto unificador superior a cualquier reforma social de la época. Y gracias al impulso de canciones llenas de sensibilidad pop y arreglos inventivos, esta urbe industrial se convertía en uno de los epicentros de la cultura pop. Sus hijos ilustres como The Temptations, The Marvelettes o los Four Tops eran los únicos que podían hacer frente a la Beatlemanía. Sin olvidar a otros colosos del barrio, pero pertenecientes otra casa disquera, como los esenciales Jackie Wilson y Aretha Franklin.
A la usanza del riguroso modelo de producción en serie con que Ford armaba centenares de automóviles al mes, la Motown fabricaba hits de impacto masivo: sólo en la década del’60, tuvieron más de cien éxitos en el top 10 de los rankings. Claro que “el sonido de la joven América” contrastaba lo que ocurría en las calles, donde la población negra de Detroit sufría los estragos del hacinamiento, el desempleo y una policía que respondía a su propia ley marcial. Cuando Motown decidió mover sus oficinas a Los Angeles, en 1972, muchos creen que se llevó el alma de la ciudad y marcó el punto de partida a una decadencia irreversible. La rabia ya estaba incubada.
El caos y la furia
Mientras los hippies enfilaban rumbo a San Francisco para vivir el “verano del amor”, Detroit vivía la cara opuesta. En julio de 1967, la ciudad motor ardía víctima de los peores incidentes raciales en la historia de Estados Unidos. Cinco días de incendios y enfrentamientos armados dejaron un balance de más de cuarenta muertos. Algunos, como Marvin Gaye, captarían el zeitgeist de la época con su disco “What’s Going On”, inspirado en la Guerra de Vietnam y la violencia en los suburbios; en cambio, una generación de chicos blancos venidos de los barrios periféricos se iban a encargar de poner más gasolina al fuego.
Amados y odiados por partes iguales, MC5 (abreviatura de “Motor City 5”, otro guiño a Detroit) fue la banda llamada a capturar el descontento de la juventud estadounidense. Guiados por su manager John Sinclair, un poeta y agitador social capaz de cualquier cosa con tal de tener al grupo en los titulares de la prensa, MC5 expresó las ganas de reescribir la sociedad a través de un rock primitivo de alto octanaje. “Kick Out The Jams” no sólo fue un hit a nivel local sino un himno para una juventud que creía que Estados Unidos iba en la dirección equivocada.
Tomando como inspiración el sonido crudo de MC5, y compartiendo el mismo circuito de tocatas, cuatro adolescentes del suburbio de Ann Arbor subieron la apuesta. “Quería hacer música basada en la Detroit industrializada, con los sonidos que escuchaba cuando caminaba por la calle. Boom boom bah, diez autos. Boom boom bah, veinte autos”, decía Iggy Pop, el líder de los volcánicos The Stooges. A su sonido catártico y avant-garde, Pop le sumó puestas en escena extremas que iban desde rodar encima de vidrios rotos hasta embadurnarse de mantequilla en medio del público. Una oferta demasiado peligrosa para vender discos y sonar en las radios, pero sí para poner la primera piedra del punk que eclosionaría un lustro más tarde.
El rock de garage también generó un impacto en George Clinton, un cantante cansado de los desprecios de Berry Gordy para editar sus discos por la Motown. Fue entonces cuando optó por tomar su propia dirección: adoptó un look chamánico, se subió al carro de la experimentación con drogas y combinó rock y soul para dar vida a un funk marciano con sus bandas hermanas Parliament y Funkadelic. Desde Prince hasta los Red Hot Chili Peppers le deben buena parte de su ADN musical.
Si bien la bullente escena de Detroit atrajo a rockeros consagrados como Alice Cooper, la ciudad estaba experimentando profundos e irreversibles cambios demográficos. Como si se hubiese levantado una muralla china invisible, la población blanca empezó a emigrar a los suburbios, más acomodados y acogedores, convirtiendo el centro en un enorme ghetto afroamericano. El petróleo subió a las nubes producto de un embargo árabe y la otrora invencible industria automotriz no estaba preparada para competir contra los bólidos de menor costo que venían de Asia y Europa. A mediados de los’70, se empezaron a cerrar plantas y se despedía gente como si el mundo se fuese a acabar. La ciudad de la utopía capitalista empezaba a dar paso a viviendas desiertas y fábricas en desuso. Y nunca volvería a ser la misma.
La ciudad fantasma
Los ochenta encontraron a Detroit con un desempleo de dos dígitos y un éxodo de habitantes en franca expansión. Pero ese mismo descalabro social la transformó en un tugurio underground y fértil para la aparición de una nueva revolución: el tecno. Al igual que sus pares de Chicago, precursores como Juan Atkins, Kevin Saunderson o Derrick May se tomaron las fábricas de coches abandonadas con sus sintetizadores análogos para organizar raves que duraban siete u ocho horas. Cuando Europa supo de este sonido, Detroit se convirtió en una referencia pivotal; pero, para la juventud de la ciudad, era una vía de escape a una metrópoli post-industrial en decadencia.
La música siguió siendo la única alternativa cuando los colegios empezaron a cerrar y muchos adolescentes vieron en las redes de narcotráfico la salida a un futuro de pobreza. Y, así, el hip hop fue el refugio creativo desde donde emergieron productores de avanzada como J Dilla y uno de los pocos que cumplió el sueño de salir del ghetto de Detroit para tomar el mundo por asalto: Eminem. En un nivel más subterráneo, la ciudad siguió la tradición garajera iniciada por MC5 al son de las guitarras de grupos locales como The Gories y de un dúo de supuestos hermanos que terminó siendo una referencia ineludible para el mapa rockero global, The White Stripes.
Lejos la opulencia del pasado, la Detroit de hoy tiene el aspecto de una ciudad fantasma y su arquitectura abandonada es caldo de cultivo para fotógrafos y cineastas ávidos de documentarlos como si fueran naturaleza muerta. Pero, en medio del caos, no deja de impactar la ausencia de memorabilia musical en una ciudad de tamaña tradición. A diferencia de localidades como Memphis o Nueva Orleáns, que explotan su condición de “cuna del blues y el jazz” como una de sus principales fuentes de turismo, el legado artístico de Detroit permanece inadvertido (con nobles excepciones como el pequeño museo de Motown).
Quizás la única excepción a la regla sea Martha Reeves, una joven afroamericana que, a comienzos de los’60, pasó de ser la secretaria del sello de Berry Gordy a una súperestrella al frente del grupo Martha and the Vandellas. A diferencia de todos sus compañeros de ruta, Martha sigue viviendo en Detroit, fue concejal durante varios años y se muestra optimista por el futuro. “Necesitamos recuperar el espíritu de la Motown para la Detroit de hoy”, dice, mientras trabaja en un proyecto para que sus viejos camaradas como Stevie Wonder tengan su estatua en la ciudad. Los autos ya no están y el esplendor de antaño tampoco, pero los ecos de su música son más grandes que la muerte.